Desde hace unos días entretengo la idea de vivir una maternidad romántica. De gestar por segunda vez, de sentir que mi cuerpo, mi mente y mi corazón se expanden y me estremezco de dicha. Imagino que la oxitocina se apodera de mí y soy de repente esa madre que no fui, esa madre que no soy. Una madre entregada, dedicada, sacrificada y enamorada profundamente de una criatura diminuta y extraña.
Imagino ser esa madre de revista, esa que (en el fondo) sé que no seré. De todas formas juego con la idea de ser otra. El “traje de la madre” me quedó siempre grande. Arrastraba las bastas, me colgaban las mangas hasta el piso, tenía una especie de cuello de tortuga que no me dejaba ver. Avanzaba de forma torpe, tropezando a mi paso, sin saber como moverme con este nuevo traje. Sentía que nadaba ahí adentro. Definitivamente el “traje de la madre” no fue hecho a mi medida, siempre me he sentido un poco incómoda. Creo que es un traje que a pocas les queda.
Mi hija ya tiene cinco años. El tiempo ha pasado, y he empezado a sentir que el traje empieza a amoldarse a mi cuerpo. ¿Será que estoy más gorda? Mi cuerpo ha cambiado…
Desde principios de marzo de este año el deseo materno se apoderó de mí. No había sentido, desde que mi hija nació, ganas de estar embarazada de nuevo, de parir, dar de lactar y acompañar ese primer año de movimiento. Qué inoportuno deseo, me repetí una y otra vez. Afuera el mundo se cae a pedazos, los hospitales colapsados y yo pensando en gestar nuevamente. Me convencí los primeros meses de cuarentena que era el instinto de supervivencia de nuestra especie hablando en mi cuerpo y me repetí una y otra vez que era una idea absoluta y totalmente ridícula.
Mientras la muerte se paseaba por las calles y la pandemia cruzaba fronteras, dentro de casa yo reconectaba con las tareas del hogar, me detenía a ver a mi hija jugar, limpiaba con gusto y extrañamente la vida se sentía armoniosa. Un mes después de estar encerrados, la armonía empezaba a quebrarse, la voz de mi hija me erizaba los pelos de los brazos y la lentitud de mi compañero empezaba a enloquecerme. Navegando una pandemia global se me cruzó la estúpida idea de ser madre de nuevo. Ese deseo materno había sido un delirio de cuarentena. Esa fue mi conclusión.
A partir de ahí decidí que estar embarazada en medio de este contexto era, además de una estupidez, una irresponsabilidad. ¿Cómo pueden la vida y la muerte convivir? Me había olvidado que estas dos energías habitan siempre en nosotras y en todo lo que nos rodea.
Hoy, este deseo ha vuelto repentinamente. Y son otros los delirios que se apoderan de mí. Me imagino tejiendo en una mecedora, con una especie de aura de Virgen María a la espera de su cría tan añorada, tan esperada. La maternidad romántica quizás si existe, trato de convencerme de que la maternidad puede ser distinta.
A pesar de que hace un par de años fundé un proyecto (Maternidad en Red) que busca generar círculos de apoyo para madres, un lugar donde compartir nuestras historias abiertamente. Que importante es compartir “Historias reales, de madres reales”. Repito una y otra vez en los espacios que yo misma gestiono. Y en estos círculos siempre hay historias de partos violentos, lactancias desafiantes, maridos que huyen, que no se hacen cargo, que no asumen su cuota de responsabilidad, abusos sexuales o de poder, abusos. A la maternidad la atraviesan siglos de injusticia y opresiones, siglos de silencio, de historias no contadas, guardadas, enmascaradas y muy bien maquilladas. A pesar de tener la “teoría” bastante digerida y el discurso sólido, entretengo la idea de una maternidad romántica, donde el amor romántico se apodera de mí, me nubla la mirada y no pienso en nada más que cuidar una criatura en casa.
¿Y si quiero abortar? Me preguntó de repente. Tantas mujeres queriendo abortar en este preciso instante. ¿Y si no tengo tanta oxitocina como imagino y resulta horroroso y traumático ser madre de nuevo? ¿Y si el traje me queda grande nuevamente? ¿Y si es otra niña? El terror me invade. El cortisol y la adrenalina inundan todos los rincones de mi cuerpo. Y si…
Me agoto pensando, divagando entre: yo encarnando el papel de Virgen María tejiendo frente a la ventana y yo en calidad de madre psicópata deambulando por la casa, arrastrando un traje que me queda más grande que antes.
Respiro profundo. Trato de convencerme de que esta vez será diferente, que esta vez sí seré una buena madre. Esta vez sí, lo imagino tanto que estos últimos días me he comido el cuento: esta vez sí seré una buena madre. Me repito una y otra vez.
Esta vez sí usaré pañales de tela, los lavare a mano con gusto, con un jabón orgánico (por supuesto). Sí, todo será orgánico. Su ropa, sus cobijas, sus sábanas. Los productos tóxicos no entrarán en casa. El plástico tampoco. Esta vez no dejaré que ningún juguete con luces y sonidos estridentes se cuele por alguna ventana. Tendremos espacios preparados, con juguetes de madera, de fieltro y lana de oveja. Crearemos un ambiente del cual Rudolf Steiner o María Montessori estarían orgullosos. Esta vez no la sentaremos antes de hora. Libertad de movimiento, ella será la dueña de su vida desde el día uno. No sé porque imagino que será niña. Se moverá a sus anchas por casa, sin correr ningún peligro porque habremos adaptado el espacio para ella. Emmi Pickler también estaría orgullosa de mí. Esta vez leeré su libro hasta el final.
Y esta vez tendré un parto en casa, no importa que me repitan que soy una persona cardíaca una y otra vez. Será un parto en casa, un parto orgásmico en casa, un parto orgásmico en casa después de cesárea. Me sentiré tan orgullosa de mí. ¿Será que Ina May está haciendo cuarentena? ¿Y si la invito a atender mi parto? De repente me siento “la Meghan”, la duquesa de Sussex orquestando su parto con lujo de detalles, imaginando que cualquiera estaría honrada de atenderme, de acompañarme, porque este sí será un parto soñado. Este será un parto del que estaremos hablando durante algunos años.
El día transcurre en una fantasía absurda. Voy a comprar pan y frente a la panadería hay una tienda: “Voilá Bebé”. Regreso a ver a mi alrededor, como asegurándome de no tener alguna conocida cerca. Entro con mi mascarilla bien puesta. ¿Puedo ayudarle con algo? Me dice una señora amablemente. No, gracias estoy solo curioseando. Tienen una mecedora. ¿Cuánto cuesta la mecedora? Preguntó metiendo mi vientre con fuerza hacia adentro, no quiero que piensen que estoy embarazada. $650 dólares y está pintada sin plomo. Perfecto, pienso en silencio. Jamás compraría una mecedora de ese precio. Me corrijo, jamás compraría una mecedora, pero hoy me parece que podría ser una buena idea hacerlo. En la misma mecedora hay una conejita con un vestido de flores y las orejas caídas a los lados. Sin pensarlo dos veces decido que esa conejita vendrá a casa conmigo. ¿La empaco para regalo? Sí, digo enseguida.
Salgo con la conejita empacada, imaginando que podría ser un lindo apodo: “mi conejita”. Siempre he odiado las cursilerías, pero cuando eres madre es imposible huir de ellas. Mi otra hija es “mi ratona”. Otra vez me aseguro de que nadie me vea al salir de la tienda. Imagino que diría mi mamá, mi abuela, mis tías (mis otras mamás), mi hermana, mis amigas cercanas. Bueno, una de ellas lo dijo claramente el otro día: “Yo ni loca sería mamá en esta pandemia, me parece una irresponsabilidad”. Todavía hacen eco sus palabras en mi cuerpo, a menudo me pasa con “mis mujeres” que sus palabras quedan como impregnadas en mi cuerpo, rebotando, regresando. He decidido no contarle a nadie. Si me encuentro con alguien, si alguien pregunta, diré que es un regalo para la Sara, mi prima está por tener una hija. Es la mentira perfecta.
En la noche llego a casa agotada, con las tripas revueltas y la panza hinchada. ¿Estaré embarazada? Del Espíritu Santo quizás, como la Virgen María. Me río en silencio. Me acuesto en mi cama, con mis manos en mi vientre, abrazando mis gases, creo que algo me ha sentado mal. Es imposible que esté embarazada, del Espíritu Santo quizás, me hago el mismo chiste porque lo encuentro divertido y al mismo tiempo patético. Desde hace cinco años que resulta complejo encontrarnos y revolcarnos como antes con mi compañero. Le escucho abajo cocinando y lavando platos. Nuestra “ratona” no está. Somos él y yo en casa. Pienso en “nuestra conejita”. Él abajo. Yo acá arriba abrazando mis gases. Que pereza bajar y que pereza decirle que suba. Elijo quedarme ahí entreteniendo esa fantasía absurda.
Alegría Acosta
@maternidadenred
Foto: Martina Avilés
*Crónica escrita para el Taller de Pequeñas Labores, facilitado por la escritora Isabel Zapata.
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