Para los 6 meses de mi hijo ya había leído varios libros de parto, lactancia y crianza. Al año llevaba a cuesta varios talleres Montessori, BLW, un diplomado en promoción de lectura infantil, y otros cursos más. Enfrentando a lo desconocido y descomunal -la maternidad- con pura intelectualización. Un clásico dentro de mis mecanismos de defensa y escape.
No me arrepiento, aprendí mucho, sin embargo la bondad del tiempo me permite mirar atrás y al verme siento ternura. Me veo como una alumna pequeñita tratando de ser la mejor en clase para no equivocarse, para ser perfecta, levantando la mano, tomando nota de cada nuevo conocimiento, evitando el error.
Controlando lo incontrolable.
Me veo a mi misma de 4,5,6,7,8,9,10,11 y 12 años y así. A mis 34 años pasé el año en parto, casi lo pierdo en lactancia y reprobé en manejo de límites y berrinches, pero fundamentalmente me perdí del gozo de una maternidad más relajada, libre y sin calificaciones.
Cuando llegaron los tres años de mi hijo estaba empachada y mirando de lejos y con recelo a cualquier gurú de crianza que adoctrine a madres o futuras madres de un modo de criar y ser mamá. Me empaché porque tanta información ajena convirtió a mis primeros años de maternidad en un trabajo sacrificado del cual quería escapar, una receta que rara vez podía seguir y que aumentaba mi sensación de incompetencia y culpa materna.
A los casi cuatro años de mi hijo, descubrí lo básico, que el camino es propio y que para andarlo se necesita silencio, reflexión y hasta una pandemia que nos plante frente al espejo. Que no hay libros, abuelas, ni expertos más importantes que la profundidad de una mirada honesta hacia nosotras mismas, en silencio, en terapia, en consciencia. Que se empieza desde la propia infancia para después tener la fuerza y la constancia de criar a nuestro modo, asumiendo una maternidad propia, única y falible. Sí, el camino es más largo y desconocido, pero así resulta maravilloso andarlo.
MPaz Dávila
@pazenlabaraka
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